Es interesante notar que Jesús habló más acerca de dinero que
sobre el cielo, el infierno y la oración combinados. ¿Acaso estaba obsesionado
con eso? No, pero sabía que nosotros lo estaríamos. Él sabía que, para los
seres humanos, hay un cierto encanto en las riquezas y posesiones; un control
peligroso del que es difícil deshacerse. Pienso que Jesús también entendió que
este asunto es especialmente problemático porque la adoración al dinero es
difícil de identificar.
Una razón para ello, creo, es que se expresa a sí misma de
muchas formas. Una persona puede gastar muchísimo en un intento por sentir que
tiene valor, mientras que otra puede ser muy austera y comedida, y ahorra hasta
el último centavo en inversiones… por la misma razón. La conducta puede ser
completamente distinta. Sin embargo, su ambas personas usan el dinero para
sentirse seguras y con control, existe una alta probabilidad de que estén
haciendo un ídolo de él.
En una ocasión escuché a un pastor preguntar: “¿Cuál de las
siguientes declaraciones crea más ansiedad en tu corazón: ‘No hay Dios’ o ‘No
hay dinero en el bando’?”. ¿Su punto? La idolatría al dinero no es solo el amor
a este, sino también la ansiedad excesiva a causa de él. Seamos realistas,
todos somos susceptibles a sentirnos ansiosos con respecto a nuestras finanzas.
Pocos de nosotros podemos pasar por este mundo sin mirar al dinero para que nos
dé lo que solo Dios puede darnos.
Otro factor que hace que esto sea tan difícil de identificar es
el hecho de que pocos pensamos que en realidad “amamos las riquezas”. No somos
propensos a creer que el dinero es un ídolo para nosotros. La avaricia y el
materialismo (los dos aspectos de la idolatría al dinero) se camuflan a sí
mismos muy eficazmente.
¿Cómo? Casi siempre por asociación. Sin siquiera darnos cuenta,
nos asociamos con u nivel socioeconómico particular.
Compramos con personas de ese nivel. Vamos al cine con personas
de ese nivel. Vivimos al lado de personas de ese nivel. Vamos a la iglesia con
personas de ese nivel. Y casi siempre nos comparamos con personas de nuestro
nivel.
No nos comparamos con el resto del mundo. Vivimos y trabajamos
dentro del pequeño mundo de nuestro nivel, y permitimos que determine nuestras
ideas de lo que es normal, lo que es suficiente, lo que es necesario. “Yo no
soy avaro”, nos decimos. “Míralos a ellos. Mira la remodelación que acaban de
hacer. Mira el dinero que gastan en ropa. Mira lo que gastan en mantener el
jardín”.
Ese tipo de pensamiento me pegó muy fuerte una mañana mientras
manejaba para llevar a mis hijos al colegio. De repente se me ocurrió que la
camioneta que manejaba era una chatarra. En aquel entonces, ya tenía diez años
y estaba comenzando a dar algunos problemas, pero hasta ese momento había
estado satisfecho con ella. Sin embargo, ahora comencé a pensar: “¿Qué haces
manejando esta camioneta? Necesitas una nueva, de cuatro puertas. Una negra con
tracción en las cuatro ruedas y con muchos accesorios”.
Y realmente necesitaría una de esas… si viviera en el campo, en
un lugar donde nevara trescientos días al año. La verdad es que manejo por
carreteras normales para llevar a mis hijos a la escuela.
Esta pequeña conversación continuó en mi cabeza por unos cuantos
minutos, entonces sentí el Espíritu de Dios constriñéndome: “¿En serio? ¿Necesitas una nueva camioneta? ¿Por qué tienes que tener algo más nuevo,
más bonito y mejor?
Acepté mi “declaración de culpa” al reconocer que me dejaba
engañar por la promesa vacía de que, de alguna manera, un nuevo coche me daría
felicidad o importancia.
Y fue así hasta que llegué a la cola donde dejo a los chicos en
la escuela, justo delante de mí vi un hombre manejando un reluciente y hermoso
BMW convertible, negro. ¡Qué coche!
Me quedé pensando: “Yo no soy avaro. Mira a este tipo: ¡él sí es
avaro! Yo solo quiero una camioneta y él anda en un nuevo BMW convertible”.
Ten cuidado. Esta promesa vacía se acercará a hurtadillas. Eso
es lo que nos recuerda la enseñanza de Jesús: “Uno de entre la multitud le pidió:
‘Maestro, dile a mi hermano que
comparta la herencia conmigo’. ‘Hombre’, replicó Jesús, ‘¿quién me nombró a mí
juez o árbitro entre ustedes? ¡Tengan cuidado!’, advirtió a la gente.
‘Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la
abundancia de sus bienes’”(Lucas
12:13-15).
Fíjate en la firme lección: “¡Tengan cuidado!”, advierte Jesús.
¡Manténganse alerta! Él sabía lo mañoso que puede ser este ídolo.
La avaricia es un pecado que, a diferencia de muchos otros,
viene con todo tipo de cintas amarillas de advertencia en la Biblia,
precisamente porque es muy difícil para nosotros detectarla en nuestras vidas.
No encontrarás a Jesús diciendo: “¡Ten cuidado! Asegúrate de que no estés
cometiendo adulterio”. No tiene que hacerlo, Si te acuestas con alguien que no
es tu cónyuge, lo sabes.
Pero la avaricia no es así. Es intrínsecamente autoengañosa. El
dinero es algo que la mayoría de nosotros no trata bien. Parece amplificar
nuestras tendencias egoístas, casi como añadir una toxina al alma. Y
nuestra cultura materialista no ayuda mucho. Tenemos que darnos cuenta de que
el simple hecho de respirar el aire de nuestra sociedad significa que
probablemente luchamos con este problema en una medida u otra.
Jesús no fue ambiguo con respecto al peligro de este ídolo. En
una ocasión dijo: “Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y
amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a
la vez a Dios y a las riquezas”(Mateo
6:24).
Así que examinemos todo este asunto desde la perspectiva de
“este puede ser yo fácilmente. Voy a mantener mi corazón sensible al hecho de
que tal vez Dios quiere señalarme algunas cosas hoy”.
Por
Pete Wilson
Tomado del libro: Promesas vacías
Nelson
Tomado del libro: Promesas vacías
Nelson
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