Nuestra
silenciosa presencia en los momentos de dolor de otra persona dice mucho más
que cualquier palabra de consuelo. Una viuda afligida, por ejemplo, no necesita
que le hablemos de nuestra propia viudez, sino de un abrazo para que comprenda
que no está sola.
Piense en las veces que traemos al Señor nuestras cargas en
oración. La simple experiencia de su presencia nos quita el peso de los
hombros. La respuesta de Dios a nuestro sufrimiento es una clara demostración
de cuán importante es que escuchemos a nuestro prójimo, y que sepa que puede
contar con nosotros. No importa lo incompetentes que podamos sentirnos, podemos
llevar la carga de un amigo si le acompañamos en su sufrimiento.
El Espíritu Santo nos indicará el momento oportuno para hablar,
de ser necesarias las palabras. Esa es nuestra oportunidad para decir a la
persona cómo actuó Dios en nuestra vida durante un período de dolor. Cuando le
damos al Espíritu Santo el control, Él nos da lo necesario para ministrar a los
demás. Las personas que sufren se aferran a estas historias parecidas como a un
salvavidas, porque les dan esperanza para creer que si Dios guió a una persona
a través de un valle de sombras, también será fiel guiando a otra.
La compasión que genera el Espíritu Santo en nosotros puede exigir
que demos a nuestro abrumado prójimo otro tipo de ayuda, incluso material. Es
fácil orar por un amigo o contar nuestra historia a un hermano de la iglesia,
pero no podemos limitarnos a estas cosas. Debemos estar dispuestos a ayudar de
la manera que Dios disponga.
Biblia
en un año: Proverbios 29-31
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