No, no es su nacimiento. Ni su boda. Ni el nacimiento de un hijo.
Estoy hablando del momento más sagrado de su vida. Los otros momentos son
especiales. Resplandecen y brillan. Pero comparados con este momento, son tan
santos como un eructo.
Estoy hablando de la hora sagrada. No. No es su bautismo. No es su
primera comunión ni su primera confesión, ni siquiera su primera cita amorosa.
Sé que todos estos son momentos preciosos e incluso sacrosantos, pero tengo en
mente otro momento.
Ocurrió esta mañana.
Justo después que se despertó. Allí mismo en su casa. ¿Se lo
perdió? Permítame recrear la escena.
Suena la alarma. Su esposa lo mueve o su esposo le da un leve
codazo o su mamá o su papá lo sacuden. Y usted se despierta.
Ya ha apagado tres veces la alarma; una vez más que lo haga
significa que se le hará tarde. Ya ha pedido cinco minutos más … cinco veces
distintas; pídalos una vez más y conseguirá un cubo de agua fría en la cabeza.
La hora ha llegado. Ha amanecido. Entonces, con un gemido y un
gruñido, levanta su sábana, saca un pie tibio y lo posa en un mundo frío. Ese
pie es seguido por un compañero renuente.
Se inclina y se sienta en el borde de la cama. Le dice a sus
párpados que se abran, pero estos se resisten a hacerlo. Los separa con las
palmas de la mano y echa una mirada al cuarto.
(El momento todavía no es santo pero ya está cerca.)
Se para. En este momento, todo lo que le va a causar molestias
durante el día, molesta. Es como si ese pequeño hombrecito que está en su
cerebro a cargo del dolor necesitara probar todos los circuitos antes de que
usted se encierre en el baño.
«¿Dolor de espalda?»
«¡Comprobado!»
«¿Rigidez del cuello?»
«¡Comprobado!»
«¿Dolor en la rodilla lesionada durante un partido de fútbol?»
«¡Sigue doliendo!» «¿Caspa?» «¡Sigue picando!» «¿Alergia?»
«¡Atchí!»
Con la gracia de una elefanta embarazada, entra al baño. Desearía
que existiera una manera de encender la luz lentamente, pero no la hay. De modo
que da una palmada al interruptor, pestañea rápido mientras sus ojos se
acostumbran a la luz y se mete bajo la ducha.
Se está acercando a lo sagrado. Quizás no lo sabe, pero acaba de
pisar una losa sagrada. Está en el santuario interior. La zarza ardiente de su
mundo.
El momento más sagrado de su vida está por ocurrir. Escuche. Va a
oír el batir de alas de los ángeles anunciando su llegada. Las trompetas están
listas en los labios celestiales. Una nube de majestad rodea sus pies desnudos.
Las huestes celestiales cesan todo movimiento mientras usted alza sus ojos y …
(Prepárese. Aquí llega. El momento sagrado está cerca.)
Los címbalos chocan. Las trompetas hacen eco en los pasillos
sagrados. Las criaturas del cielo corren a través del universo esparciendo
pétalos de flores. Las estrellas danzan. El universo aplaude. Los árboles se
inclinan en una adulación danzante. Y claro que tienen que hacerlo, porque el
hijo del Rey ha despertado.
Mire en el espejo. Contemple al santo. No se vuelva. La imagen de
perfección está ahí. El momento santo ha llegado.
Sé lo que está pensando. ¿Usted llama a eso «santo»? ¿Dice que es
«perfecto»? Usted no sabe lo que parezco a las 6:30 de la mañana.
No, pero me puedo imaginar. Cabello enmarañado. Pijamas o camisón
arrugado. Lagañas en los ojos. Barriga abultada. Boca reseca. Ojos hinchados.
Aliento que podría manchar una pared. Una cara que podría espantar a un perro.
«Cualquier cosa menos santo», dice usted. «Déme una hora y luciré
santo. Déme un poco de café y algo de maquillaje. Déme una pasta de dientes y
un cepillo y haré de este cuerpo algo presentable. Un poco de perfume … unas
rociadas de agua de colonia. Después de eso lléveme al Lugar Santísimo.
Entonces podré mostrarle una sonrisa celestial».
Ah, pero ahí es donde usted se equivoca. ¿Lo ve? Lo que hace ese
momento de la mañana tan santo es su honestidad. Lo que hace santo al espejo de
la mañana es que usted está viendo exactamente a quien Dios ve. Y a quien Dios
ama.
Nada de maquillaje. Nada de camisas almidonadas. Nada de corbatas
de colores. Nada de zapatos que hagan juego con la corbata. Nada de joyas para
mantener el estatus. Sólo honestidad descuidada.
Sólo usted.
Si la gente lo ama a las 6:30 de la mañana, una cosa es cierta: lo
aman. No aman sus títulos. No aman su estilo. No aman sus logros. Sencillamente
lo aman.
«El amor», escribió un alma perdonada,
«cubre multitud de pecados».
Suena al amor de Dios.
«El ha hecho perfectos para siempre a los que han sido hechos
santos», escribió otro.
Subraye la palabra perfecto. Note que no dice mejores. Ni
perfeccionados. Dios no mejora; El hace perfectos. No realza; El completa. ¿Qué
le falta a la persona perfecta?
Ahora me doy cuenta que hay un sentido en el que somos
imperfectos. En el que todavía erramos. Incluso tropezamos. Todavía hacemos lo
que no queremos hacer. Y esa parte en nosotros es, según el versículo «ser
hechos santos».
Pero cuando se trata de nuestra posición ante Dios, somos
perfectos. Cuando El nos ve a cada uno de nosotros, ve a quien ha sido hecho
perfecto mediante Aquel que es perfecto: Cristo Jesús.
«Todos ustedes que han sido bautizados en Cristo se han vestido a
sí mismos en Cristo».
Esta mañana «me puse» ropa para ocultar las imperfecciones que no
quiero exponer. Cuando usted me ve, completamente vestido, no puede ver mis
lunares, mis cicatrices, mis golpes. Todos están escondidos.
Cuando decidimos bautizarnos, por una forma de vivir más que por
símbolo, en Cristo, se crea la misma coraza. Nuestros pecados y faltas se
pierden debajo de la brillantez de su cobertura. «Porque usted ha muerto, y
ahora su vida está escondida con Cristo en Dios»».4 Por favor, no pase por alto
el impacto de este versículo. Cuando Dios nos ve, también ve a Cristo. ¡Ve
perfección! No una perfección ganada por nosotros, sino una perfección pagada
por Él.
Por un momento,
reflexione en estas palabras: «Al que no conoció pecado, por
nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en
él».
Leamos ahora este mismo versículo en otra versión:
«Porque Dios hizo que Cristo, que en sí mismo no conocía nada de
pecado, en realidad fuera pecado por nuestro bien, de manera que en Cristo
pudiéramos ser hechos buenos con la bondad de Dios».
Note las últimas cuatro palabras: «la bondad de Dios». La bondad
de Dios es su bondad. Usted es absolutamente perfecto. Intachable. Sin fallas
ni defectos. Inmaculado. Sin rival. Sin desfiguraciones. Incomparable. Puro.
Perfección inmerecida y aún así sin reservas.
No es de extrañar que los cielos aplaudan cuando usted se
despierta. Una obra maestra se ha puesto en acción.
«Shhh», susurran las estrellas, «miren qué maravillosa es esa
criatura».
«¡Guao!» exclaman los ángeles, «qué prodigio ha creado Dios».
Así que mientras usted gruñe, la eternidad se queda sin aliento y
maravillada. Mientras usted da traspiés, los ángeles chocan con las estrellas.
Lo que usted ve en el espejo como un desastre matutino, en realidad es un
milagro matutino. Santidad en bata de levantarse.
Siga y termine de vestirse. Póngase los anillos, afeítese la
barba, peínese y cubra los lunares. Hágalo. Hágalo para bien de su imagen. Para
conservar su trabajo. Para beneficio de los que tienen que sentarse a su lado.
Pero no lo haga para Dios.
El ya lo ha visto como usted realmente es. Y en su libro, usted es
perfecto!!!
Escrito por Max Lucado, “En el Ojo de la Tormenta” – Caribe
Betania.
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